Luego de la operación de mi rodilla
derecha, me atrincheré en la casa de mis padres en Valencia,
Venezuela. Quizás el mejor lugar para superar los retos de una
tediosa recuperación.
Sin aparente motivo, el Jueves Santo
mis padres decidieron ir a Montalbán en el estado Carabobo y a pesar
de sus temores por lo complicado de mi restringida movilidad y los
dolores aún presentes en la coyuntura operada, me invitaron a ir con
ellos.
Como a mi no me gusta sentirme lisiado
y entendiendo que no iba a Puerto Ordáz o a Maracaibo, acepté. Sólo
sabía que quedaba 5 minutos más allá de Bejuma, que estaría
viajando cómodamente en el asiento trasero del Renault de mis
padres, y que necesitaba con urgencia salir de mi forzado enclaustro.
El calor en Valencia era agobiante,
tenía más de 19 años que no sabía lo que era pasar una Semana
Santa en mi ciudad natal. A pesar del aire acondicionado del carro,
la temperatura interna era más bien tibia y por la ventana un sol en
extremo resplandeciente pareciera castigar todo el panorama. Daba
calor no más mirar afuera.
Los casi 35 grados centígrados no
afecto mucho el ambiente de aventura dentro del vehículo, y las
conversaciones giraban ligeramente entorno a asuntos familiares, a
nuestras diferencias políticas que dirimíamos en un intercambio de
sarcasmos, los temas religiosos y sobre los animados viajeros cuyos
carros, cargados de enseres hasta el techo, se amontonaban a lo largo
de la vía y en todas las paradas posibles junto a los transportes de
carga.
Una hora y cuarto nos tomó recorrer
los casi 35 kilómetros y medio que separan
Valencia de Montalbán. Mi padre, que
siempre le toca manejar, nos había dicho que la temperatura en
nuestro destino sería algo más agradable, pero la amarillenta y
feneciente vegetación, la tierra árida y las laderas humeantes de
las montañas alrededor de la carretera, parecían no confirmar esta
información.
Nuestro recibimiento en Montalbán fue
el Parador Turístico Artesanal “El Portachuelo”. Una
construcción de alrededor de 1200 metros cuadrados con aires
coloniales de forma triangular. Frondosos samanes brindaban una
agradable sombra mientras que vistosas trinitarias y cayenas llenaban
de colorido natural el espacio.
Decenas de pequeñas habitaciones donde
se vendían artesanía, pinturas, dulces, hamacas y licores nutría
aún más las tonalidades ya presentes en el parador. En el centro de
la instalación, en un patio central, levantaron una suerte de caney
con tejado y piso de piedra para albergar mesas de madera y brindar
la comodidad a quienes quisieran degustar las preparaciones de los
lugareños.
Atora'o y preguntón como soy me lancé
raudo a la cacería de informaciones curiosas, lecciones históricas
y/o políticas así como de objetos artesanales y artísticos que
maravillaran mi mente y me llenarán de perplejidad. Y lo conseguí,
aunque el hallazgo no fue muy grato.
En los primeros puestos que visité me
nombraron la existencia de un cerro llamado La Copa que se eleva a
1800 metros sobre el nivel del mar y que para mi gran sorpresa, en
sus inmediaciones habían más de mil petroglifos y geoglifos.
Para los que desconozcan estos
términos, petroglifos son figuras, dibujos o símbolos tallados en
las piedras por nuestros ancestros indígenas. Los geoglifos, por su
parte, son figuras, dibujos o símbolos hechos en el suelo, como los
que se observan en Nazca, Perú.
Inmediatamente a mi cabeza atacaron las
preguntas: ¿cómo es posible que en 17 años viviendo en Valencia
nunca me enteré de esto? ¿Por qué es ahora, a mis 36 años, que
vengo a descubrir que existen estos petroglifos o geoglifos?
Cual Ak-103 interrogué a los artesanos
sobre la existencia de algún museo o plan turístico que permitiera
ir a disfrutar y a aprender de ese legado prehispánico. La
respuestas negativas a mis preguntas, me dejaron casi en estado de
conmoción.
Continúe la metralla: ¿Dónde están
precisamente? ¿qué tan lejos? ¿Cómo llego? ¿Alguien me puede
hablar con propiedad de los benditos diseños?
Las respuestas me siguieron cacheteando
la razón y el orgullo patrio: “si viene otro día podría
conseguirle a un señor que vaya con usted...”; “¿tiene
rústico?”; “si tiene carro pequeño, debe dejarlo en el pueblo y
caminar 30 minutos hasta el sitio”; “hay que hablar con ciertas
personas porque algunos de los petroglifos están en terrenos
privados”
¡Qué montaña y qué caminata de
media hora y que c... voy a estar haciendo yo con esta pata
hinchada!, pensé para mis adentros mientras les otorgaba a mis
interlocutores una media risa enguayaba'.
Quizás lo más irónico del cuento es
que hay un toche petroglifo, bien grande y bien simbólico estampado
en el centro de la bandera del municipio Montalbán. Esto sin contar
que gran cantidad de la artesanía del parador los tenía como
motivo. ¡Vayuste pal cara...cas country club!
A otra señora muy amable y sonriente,
que más adelante en mi recorrido consulté, aún aletargado por el
shock, me comentó que todavía no había llegado alguien del
Ministerio del Turismo que quisiera meterle mano al asunto. Me habló
del problema del asfaltado, de los recursos, y no recuerdo que más.
En verdad, no tengo idea, en lo más
mínimo, sobre los antecedentes de esta situación. Si se hicieron
intentos por otorgarle apoyo turístico, si las universidades tienen
tesis y libros llevando polvo o si son parte de discusiones activas e
importantes. Lo único que sé es que no sabía que existían.
Tengo cierto conocimiento sobre Nazca,
las cuevas de Altamira, los Aztecas, la Isla de Pascua, pero ni por
equivocación llegó a mí información sobre petroglifos y geoglifos
en Montalbán. Quizás hasta es mi propia culpa por no indagar a mi
alrededor... ¡¿qué sé yo?!
Lo que sí sé es que ahora que quiero
conocer un poco más sobre ellos, verlos, maravillarme con los
cuentos y los significados, la cosa es un parto.
¡Ey, gente! Yo no soy arqueólogo ni
paleontólogo, no me voy a meter a la montaña a husmear sin los
criterios ni las herramientas adecuadas. Alguien, alguna institución
o alguna organización debe encargarse de facilitarnos esto tan sólo
por el simple hecho que es nuestra herencia histórica y cultural,
¡carajo!
Como ven, el impacto fue mayúsculo.
Respiré hondo y sin olvidar esa
situación y las tormentosas reflexiones que desató, traté de
seguir disfrutando mi paseo.
Mi madre me comentó de a ratos en el
camino y creo que días atrás también, que yo tenía que pagar una
promesa a la “Virgen Negra” de Montalbán que según ella era
negra por algún milagro con una vela. No presté mucha atención (lo
siento madre).
Aunque no soy muy amigo de las
religiones tampoco perdería un brazo si complacía a mi progenitora
en algo que era importante para ella. Así que decidí hacerle frente
al rezo a la Virgen Negra.
A cinco minutos del parador estaba el
pueblo de Montalbán. Un típico pueblo venezolano con sus casas
quasi-coloniales, paralizado en el tiempo, de quietud característica,
con su Plaza Bolívar como centro y donde justamente estacionamos
para ir a la iglesia de la Inmaculada Concepción la cual hospedaba a
la Vírgen de Nuestra Señora de Atocha, también conocida como
Vírgen Negra.
Mientras yo soy un apurado para unas
cosas, que no son estas precisamente, mi mamá lo es para lo
religioso. Conminándome con sus ojos verde claro como otrora lo
hacía en nuestra infancia cuando hacíamos lo indebido generándonos
un cierto terror, me hizo acelerar al máximo mi paso hasta la
iglesia. Me sonreí de lado recordando este gesto del pasado.
Entramos y la iglesia estaba patas
arriba. Los banquitos inclinados sobre sus lados y apilados en una
hilera despejando la parte central de la iglesia, los santos tapados
con velos morados y un grupo de gente de aquí para allá cortando
flores y adornando. Obviamente estaban en los preparativos para los
días más importantes de la Semana Mayor, los días finales.
Un poco aturdido por el asimétrico y
poco característico acomodo de los elementos de la iglesia caminé
sin rumbo claro como gallina cruzando una avenida. Mi madre me
intentó orientar pero noté que tampoco estaba clara en la ubicación
de la virgen a quien debía agradecerle por sanar mis dolencias hace
36 años.
Me mandó a rezar y a pedirle a Dios.
Recé y le pedí a Dios. Me mandó a ir a un extremo de la iglesia y
fui. Se me perdió y me puse a buscar elementos para fotografiar pero
ahí mismo regresó donde yo estaba para señalarme el lugar de
veneración de la Virgen Negra. Y fui, pero como todos los santos y
vírgenes estaban tapados quedé igualito en el limbo. Hasta que un
chamo del grupo que arduamente trabajaba me indicó el lugar exacto.
Claro, estaba aún más tapada con unas cortinas moradas, no me
pregunten por qué.
Ahí, rodeado por el rebulicio de los
feligreses decoradores, recé y agradecí a la Virgen librando así a
mi madre de su deuda con lo divino.
Le comenté que el mandado estaba hecho
y me respondió que ahora faltaban dos más de mis hermanos con otras
promesas algo más complicadas, no sé dónde ni sé por qué. Mi
querida madre y sus preocupaciones celestiales. A ellos ya les tocará
escribir su historia.
Al dejar la iglesia nos encontramos a
mi papá en un extremo de la plaza sentado en un bordecito del
engramado debajo de un gigantesco árbol. Desde que yo recuerdo mi
padre no entra por mucho tiempo o en lo absoluto a las iglesias ni a
las emergencias de clínicas u hospitales. Mi mamá dice que siempre
que pasa algo relacionado a lo último mi padre olvida la cartera,
las llaves, o inventa cualquier cosa y se evapora. Me da mucha
gracia.
Mi madre se sentó junto a mi padre con
dificultad, por aquello de los achaques de la edad, Yo empecé
tomarle fotos a ambos, cosa que ya los tenía obstinados, y a darle
vuelta con calma a la plaza para disfrutar de ese momento
Como a 10 metros de donde estaban
sentados mis padres, dialogaban un par de señores de la tercera
edad. Mi madre con sus extraordinarias habilidades conversacionales
logró con su voz sortear la distancia y los dos señores empezaron a
intercambiar palabras con ella. A pesar de lo retirado que yo estaba,
logré oír que el árbol que cobijaba a los cuatro era un cotoperí.
Al instante recordé que en el parador turístico me comentaron que
ese era el árbol tradicional de Montalbán y me sume a la charla.
Los dos señores se llamaban Elías y
Hernando y fue una sorpresa para todos cuando nos dijeron que ese
enorme cotoperí tenía alrededor de 200 años. Que nuevo y
maravilloso descubrimiento habíamos hecho. Para nuestro agrado el
árbol como la plaza estaban en muy buen estado. Su tronco ramificado
era imponente y estaba podado de una forma que parecía un paraguas
cuyas tupidas ramas y hojas llegaban de forma pareja a un poco más
arriba de metro y medio del piso.
Elías también nos señaló a un
segundo cotoperí que se encontraba al otro extremo de la plaza y nos
dijo que ese tenía entre 50 y 60 años. Impresionantes ambos árboles
en verdad. No creo haber visto árboles así en mi vida. Y si lo hice
no tuve la sabiduría y ni la humildad para disfrutar de su
majestuosidad y belleza.
Mi mamá se empeñó por saber de los
frutos y los mayores respondieron que esos árboles eran machos y que
las hembras que daban los frutos se encontraban a dos cuadras de
distancia.
Yo, por mi parte, aproveché y les
pregunté sobre el cerro La Copa. Se voltearon en la dirección a la
que antes le daban la espalda y apuntaron en esa dirección, por
encima de la sede del Consejo Municipal, “ese es el cerro La Copa”.
Recordé nuevamente a los petroglifos y los geoglifos y de alguna
forma me sentí cercano a ellos así fuera viendo el cerro que les
sirvió de lienzo.
Tomé las fotos respectivas a los
hermosos árboles, al cerro, a la iglesia desde otro ángulo.
Tratando de dejar registro gráfico de lo que me llevó a pensar
tantas cosas, contento por la experiencia que me sirve como motivo
para tener este puente con ustedes.
Dejamos el pueblo, comimos en el
parador turístico y regresamos a Valencia. Se nos olvido el calor,
tal vez porque la tarde empezaba a adentrarse hacia la negritud del
día, pero también quizás porque nuestras mentes se ocuparon de
cosas que valían la pena.
Sonará cliché pero algo nada
planificado, al menos por mí, resultó en una grata
aventura. Fue una vivencia
que, así sea en alguito, nos permitió crecer hacia lo humano, hacia
la naturaleza, hacia la historia, hacia la realidad.
Aunque ahora pensando en teorías conspirativas,
quizás, mi madre lo planeó todo desde el principio y logró que este
renuente a la religión pagara su promesa. ¿Quién sabe? Misterios de la ciencia, diría un personaje de la televisión venezolana...
Hasta la próxima...
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